Y lo que podía haberse convertido en un monólogo insoportable resulta al final una pausada y poética evocación de la desaparición de la vida en Ainielle. Además esa evocación no es inmovilidad ni monotonía, pues está llena de episodios y anécdotas que van llenando de ritmo y animación la soledad del hablador y recreando emotivamente lo que fueron los últimos tiempos de un lugar que el lector acaba sintiendo como un ser vivo. A todo ello ayuda además el tono fantástico o semifantástico que se concentra en el final de la novela, convirtiendo a Ainielle en un mundo que recuerda los cuentos de Horacio Quiroga y Juan Rulfo donde los vivos se confunden con los muertos, los muertos con los vivos y la frontera entre la vida y la muerte resulta algo más bien convencional pero sumamente atractivo para la imaginación del lector.
De la misma manera, el ritmo narrativo se mantiene ejemplarmente terso y uniforme, sin ninguna caída de tono, aunque a veces parece que sobra algún que otro adjetivo. Por tener más un formato evocativo que narrativo, creo que la novela no gustará mucho a los aficionados a la acción, pero también creo que dejará más que satisfechos a los lectores más exigentes y especialmente a aquellos aficionados a la novela lírica, la novela rural o la novela de ambientes. Al final, Ainielle es un personaje más que sentimos morir, como sentimos morir a Andrés, y, como él, consideramos intrusos a todos los que después visiten el pueblo y no sepan revivir su historia. (Julio Llamazares: La lluvia amarilla. Barcelona: Seix-Barral, 2005, 143 pp.).
