miércoles, 31 de agosto de 2011

El club Dumas (Arturo Pérez Reverte)

Pues no me ha decepcionado tanto como me habían hecho pensar mis lecturas de Alatriste, y aunque a ratos ha llegado a entretenerme y a cambiar un poco mi previa opinión sobre su autor, tampoco creo que sea una novela que con el tiempo vaya a pasar a la lista de los grandes libros.   
      Parte de mis reparos se debe al lenguaje de la novela. No digo que sea de léxico limitado o pobre, sino que no noto logros estilísticos de calidad o altura, y por el contrario sí muchas frases o giros que se me quedan muy a medio camino de lo que debe esperarse de un escritor que además es académico. No digo que no haya aciertos aislados, que sí los hay, pero en su mayoría es un lenguaje que es original por ser propio, por ir con la personalidad del autor, pero no por ponerse al nivel de lo que consiguen hacer otros escritores hacer con el vocabulario o la sintaxis del idioma que manejan. Los diálogos, por ejemplo, no son individualizados, y todos los personajes parecen hablar con un único registro, el de su autor. Hay que reconocer que esto tampoco es fácil, dada la cantidad de personajes que aparecen en la novela, pero al menos es lo que deberían mostrar de aquellos que como Lucas Corso o Boris Balkan, el narrador, se supone que se mueven en mundos diferentes. Así todos ellos personajes acaban soltando aquí y allá frases lapidarias que servirían muy bien para un guión de un
spaghetti western. Yendo a lo concreto, no sé qué hacer por ejemplo con frases como “Varo Borja sonreía como un tiburón en busca de un bañista” (p. 69), “Aquello podía ya ser la leche” (p. 355),  o “Corso le hizo un guiño al vacío, descubriendo el colmillo de lobo sarcástico” (399). 
     Otro de los problemas, común a muchos best-sellers, es su componente didáctico o informativo. Es decir, cuando en este caso las reivindicaciones del autor sobre el folletín y la novela de aventuras las lea un conocedor en ese tipo de literatura, me temo que le van a parecer de una simpleza agobiante. Yo no soy experto en ese campo –y en este sentido he agradecido bastante la información ofrecida por el libro y he echado de menos alguna lectura mía al respecto– pero esa es la impresión que saqué en Alatriste y sus opiniones sobre el castellano del Siglo de Oro, que eran ideas que cualquier conocedor de la literatura española ha leído por activa y pasiva en manuales de historia y crítica literaria y que, sin embargo, al leerlo en boca del narrador de Íñigo de Balboa, uno tenía la impresión de que su autor nos estaba contando la invención de la rueda como algo de rabiosa actualidad.
     Tampoco todo es negativo, y me parece que en cuanto remedo y homenaje de las novelas de folletín El club Dumas funciona bien en su a trama, en su tipo de personajes, en los juegos intertextuales, y en esas mezclas de diferentes niveles de realidad (verosimilitud, metaliteratura, lo sobrenatural, etc.).  El argumento llega a intrigar, aunque a veces se sienta demasiado lento. La imbricación de la trama folletinesca y la policial me parece, en general, bien resuelta, aunque también es cierto que el doble desenlace al que se ve obligado el autor puede entenderse fácilmente como un error de cálculo o de proporción. De los personajes realmente no se puede decir mucho, pues Reverte se maneja principalmente con estereotipos, el hérore-antihéroe (Corso), la mujer fatal (Liana-Milady), malos malísimos (Varo Borja, ’Rochefort’), etc. Aunque seguramente se trata de una versión de algún personaje de Dumas, en este grupo creo que también es justo reconocer la originalidad de la chica joven anónima, que es a la vez chico-ángel-demonio y que va ocupar el lugar del Nikón, el antiguo amor de Corso y también un homenaje del Pérez Reverte periodista a la cámara fotográfica.
     Igualmente algunas escenas están bien logradas en narración y perspectiva, como el incidente de Corso y ‘Rochefort’ en las escaleras del Sena, pero otras se me han hecho demasiado morosas y hasta innecesarias en la trama, como la escena erótica entre la chica y Corso. Por el contrario, el arribo a la identidad del club Dumas y el encuentro con su sede y sus socios debería haberse desarrollado  más, primero por ser lo que da título al libro y segundo porque al acabar la novela desconectado de eso y volcado sobre la solución del enigma del libro diabólico todo pierde unidad y el lector se queda con la idea de que realmente habría sido mejor concentrarse en un solo tema –el club Dumas– y haber dejado completamente de lado el segundo. Para acabar de rematarlo, el enigma final extraído del libro demoníaco después de tantas idas y venidas y de tantos cálculos y laberintos se acaba  resolviendo de forma literalmente imposible, pues el reflejo del anagrama final resulta en realidad ilegible en un espejo –como pide el narrador por boca de Varo Borja (p. 487)–, y solo una lectura a la inversa, es decir comenzando por el final, daría el significado del mismo (El lector puede hacer la prueba si quiere: OGERTNE EM ISA leído a la inversa da ASI ME ENTREGO, pero reflejado en un espejo resulta algo completamente distinto y hasta cierto punto indescifrable). Pero el narrador necesita el espejo para mostrar la ‘buena demonización’ de Corso y parece que no le importa saltarse su propia lógica. Y que esto ocurra precisamente en el clímax de esta segunda trama me parece realmente grave y una falta de respeto para los lectores.
     También tengo mis problemas con la perspectiva narrativa elegida por Reverte. Aunque al final la identidad del narrador se revela en una sorpresa bien trabada, por momentos también da la impresión de ser algo a lo que Pérez Reverte no acaba de encontrar el nervio. Le ocurría en Alatriste, con esa voz en off de Íñigo Balboa que quiere ser a la vez omnisciente y testigo, y en El club Dumas en algunos momentos clave. Las explicaciones que se ponen en boca del narrador no dejan de parecerme una excusa: “De nuevo tengo que pasar a segundo plano, como narrador casi omnisciente de las andanzas de Lucas Corso. Así de acuerdo con ulteriores confidencias del cazador de libros, podrá ordenarse la relación de trágicos sucesos que vinieron después” (p. 92). Me imagino que esto tiene que ver con la poética de Pérez Reverte, que busca una narración más simple o directa, inocente, como dice él en algún momento de la novela, pero precisamente en momentos como este es cuando se diferencia un escritor de calidad de otro que no lo es tanto. El primero sabe complicar el argumento para luego trabajarlo y acabar presentándolo como algo simple y asequible (Por si acaso, el recurso de Pérez Reverte al narrador-personaje-antagonista tampoco es original; ya Borges lo había empleado de forma muy similar en “Hombre de la esquina rosada”).
     Creo que la moraleja de la novela va en dos direcciones, la literaria y la existencial, que entiendo como nietzscheana o posmoderna. En la literaria es clara la reivindicación que Reverte hace del folletín, de la literatura de entretenimiento, de la metaliteratura y también del mundo de la lectura y la bibliofilia. Y en esto no hay mucho que objetar, y sí mucho que agradecer. Pero también creo que al mismo tiempo que se puede escribir literatura de entretenimiento se puede escribir literatura de calidad literaria. Lo cortés no quita lo valiente, como dice el refrán,  y esa lectura inocente que reclama Reverte, que es una de las mejores cosas que tiene esta novela, no puede convertirse en excusa para  desfallecimientos técnicos o estilísticos  como los que he señalado. Libros clásicos de literatura infantil como los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga o La edad de oro, de José Martí, podrían servir de ejemplo para esa combinación.
      Más contradictoria me parece la moraleja niestzcheana que creo adivinar en esos coqueteos de la novela con lo demoniaco, a través de la chica-chico, etc. (Por si acaso tampoco Pérez Reverte es original en este acercamiento, pues antes que él lo han tratado escritores como Clarín –“La noche mala del diablo”–, Amado Nervo –“El diablo desinteresado”–, Julio Garmendía “El alma”, Rómulo Gállegos –“El carnaval del diablo” – etc.). Y en todos ellos ocurre algo parecido a lo que vemos en El club Dumas. Porque si, como quería Nietzsche, hay que estar más allá del bien y del mal, Corso y Pérez Reverte acaban fracasando, y es que al final la relación entre Corso y la chica es, simplemente, una historia de amor, es decir una historia de atracción por el bien y la belleza, como ya habían advertido los clásicos.
     En fin, una novela bastante mejor que lo que conozco de Alatriste, con limitaciones que parecen insalvables, pero que puede ser entretenida si el lector está dispuesto a perdonar a Pérez Reverte un buen número de limitaciones que oscilan entre lo inevitable y lo ilógico. (Arturo Pérez Reverte: El club Dumas. Madrid: Alfaguara, 1997, 493 pp.).





Enlaces: mi anterior entrada sobre Pérez Reverte y Alatriste aquí.
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