martes, 19 de abril de 2011

Inés y la alegría (Almudena Grandes)

Después de leer (entero) Inés y la alegría no es mucho lo que tengo que cambiar a mi entrada anterior sobre el libro. Reconozco que hay momentos en que la protagonista consigue desprenderse de su condición de símbolo-maniquí y aparecer como una persona de carne y hueso, sobre todo en las escenas familiares del tercer capítulo o en algunos de los vaivenes amorosos de su relación con Galán. Sin embargo, en su conjunto lo que me parece más claro de ella es que representa simplemente la voz de su 'amo' y la de toda la visión política que defiende la novela.

     También hay algunas cosas que no me encajan en la elaboración de este personaje, por parecer cabos sueltos. Un ejemplo: en varios momentos, sobre todo al inicio, se nos presenta a Inés como una gran lectora, algo que no son -obviamente- las mujeres del bando contrario. De esas lecturas no volvemos a saber nada ni por la narradora ni por la propia Inés. Lo lógico es que de una una protagonista así de culta salieran al menos algunas digresiones relativamente profundas sobre los temas claves de la historia, tales como el concepto de alegría, las bondades del comunismo o las maldades del fascismo. Sin embargo todo esto se da por hecho y se vive y se presenta de forma automática, como meras obviedades que no pueden o no deben cuestionarse o sobre las que no caben más matices que los que se nos dan en la novela. Y si coincido con el libro en algunas de esas ideas, no estoy tan de acuerdo con otras. Por ejemplo ¿puede seguir uno pensando en el comunismo como una utopía después de Tiananmen, Camboya, Cuba, Corea del Norte...? Puede que Inés y Almudena Grandes tengan sus razones para opinar así, pero la novela no nos da ninguna razón de fondo para llegar a esa conclusión... (Por supuesto, la novela tampoco hace mención alguna a las checas de Madrid, ni a Paracuellos, aunque sí a las luchas internas del PCE, algunas veces realmente vergonzosas. Y aquí que reconocer que Grandes no tiene empacho en mostrar esos trapos sucios, aunque, eso sí, un poco edulcorados). También he echado de menos alguna reflexión  de Inés sobre su concepto de alegría, porque esta, la 'alacritas' de los clásicos, creo yo que va un poco más allá del buen comer, del 'buen folgar' que diría el Arcipreste de Hita, y del hecho que tu partido político gane las elecciones...


     Otro desfallecimiento más me ha parecido prácticamente todo el capítulo tercero, no porque no sea pertinente, sino porque tal como lo presenta Grandes resulta bastante lento y aburrido. En ese capítulo se relata el repliegue de Inés, Galán y el resto de los guerrilleros a Toulouse, tras el fracaso de la invasión de Arán. Pero todo ello se presenta como en un estado de beatitud  e idealización que disminuye o reduce todo tipo de tensión narrativa. El capítulo sí contiene momentos de  incertidumbre e intriga pero en realidad son pequeños conflictos caseros donde no hay ningún antagonista serio o externo a ese grupo cuya presión genere una expectación  similar al de una novela de aventuras o una policiaca. Quizá se le haya olvidado a Grandes aquello que afirmaba el gran Julio Ramón Ribeyro, es decir, que la felicidad y la utopía no pueden ser asuntos narrativos ya que son situaciones estáticas y las novelas están hechas precisamente de rupturas y alteraciones.

     Esto podría deberse al empleo de las voces narrativas que usa Grandes, que son tres: la de Inés y la de Galán en los episodios y capítulos relacionados directamente con la aventura, y una tercera, la de la propia autora, que aparece en capítulos más reflexivos o más volcados con el contexto político que envuelve la historia principal. Al narrar solo con las voces de Inés y Galán, y escuchar solo sus puntos de vista, el lector queda encerrado en un mundo demasiado pequeño o claustrofóbico del que le podría haber salvado un narrador omnisciente que hubiera creado situaciones más intensas o complicado la anécdota de manera más libre e interesante. (Ha sido en ese tercer capítulo en el que más veces me he contagiado del vocabulario de Grandes, y en el que más veces he pensado con expresiones como -con perdón- "¡Joder, qué coñazo de historia!'").

    Algún pegote más: la moralina de la "conversión" de Adela, la cuñada de Inés y mujer de Ricardo, su hermano falangista. Al final Adela reconoce que "estos chicos [comunistas] no son tan malos", además se echa un amante y, Ricardito, su hijo, pasa a formar parte de las bases más activas del partido. Todo, de nuevo, dulce y rosado. El episodio de Ninot, al final de la novela, al que no le veo ninguna función estructural. Y los panegíricos y caricaturas de  figuras como La Pasionaria o Pilar Franco, etc.), que de tan descaradas y poco elegantes llegan a dar vergüenza ajena y hacer pensar que uno está leyendo un mero panfleto.

     Lo que sí me ha satisfecho un poco más se refiere sobre todo a algunos aspectos técnicos y formales. En la entrada anterior criticaba el recurso a las repeticiones de distinto tipo que aparecían en la novela. Leídos ahora en su totalidad, esas repeticiones  pueden tener su utilidad en una narración como esta. Muchos de ellos funcionan como leitmotivs que ayudan a mantener la unidad de una novela que por su extensión y sus tres voces narrativas podría tender fácilmente a la dispersión.  Reconozco igualmente que el estilo de Grandes es fluido y de léxico y de recursos amplios. Claro que esto tiene la contrapartida de caer a veces en lo verborreico y también en algunas frases desaliñadas, como les pasaba a los escritores románticos más exaltados (Espronceda, etc.), o en frases que quieren ser rotundas pero se quedan a medio camino. De todas, formas, en su conjunto, hay una unidad formal que me parece más positiva que negativa. Igualmente ese recurso a la comida y a la cocina, a pesar de algunas enumeraciones de platos y alimentos cansinas y casi interminables, acaba dando un toque de humanidad y cálido realismo a unos personajes que, sin ello, hubieran resultado mucho más etéreos y estereotipados.

    Termino anotando que ese lenguaje funciona a la vez como una especie de bálsamo y engaño; se disfruta de él pero también hace que se olvide que se ha puesto al servicio de una historia que podía haberse contado de otra manera mucho más simple y 'resultona', como hubiera sido, por ejemplo, la utilizada por Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales. Es también a don Benito a quien Grandes pretende homenajear y, me temo, utilizar para provecho propio, incardinándose ella misma en la tradición de los grandes narradores españoles. Pero para conseguir eso creo que los próximos volúmenes de esta serie deben ser menos extensos y estar menos politizados. O que por lo menos la autora, para ser más sincera con todos nosotros, cambie el subtítulo de la serie, y en lugar de "Episodios nacionales de una guerra interminable" los llame mejor "Episodios interminables de una guerra nacional" (Almudena Grandes: Inés y la alegría. Barcelona: Tusquets, 2010, 729 pp.).



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