jueves, 30 de junio de 2011

Mi hermano Salvador y otras mentiras (Carmen Posadas)

Después de leer esta colección de cuentos me he quedado con una sensación más bien agridulce. Positiva me parece la variedad de ambientes que se recrean en el libro, todos ellos con autonomía propia, que muestran la facilidad de su autora para moverse de unos mundos a otros, y de fabricar también una variopinta galería de personajes. Igualmente su lenguaje y estilo no pueden calificarse de sobresalientes pero tampoco se quedan en la mediocridad. Se notan algunas frases hechas o algunos rebuscamientos innecesarios, pero en general es a la vez asequible y deja ver el esfuerzo por ser cuidado y evitar el tópico. Se agradecen también las variedad de voces narrativas, que incluyen perspectivas objetivas, irónicas, cartas, narraciones en primera o tercera persona, etc. En este caso esa variedad no implica complicación ni oscuridades innecesarias, y  prácticamente todos los relatos son fáciles de seguir.
        Menos me han convencido las historias y argumentos en sí. Algunas veces por tratarse de temas y motivos de los que nuestra literatura empieza a estar saciada o porque, a la vez, solo parecen perseguir la truculencia por la truculencia, cayendo también en la inverosimilitud, como  creo que es el caso de “Las bodas de Margarita”. Otras veces por moverse dentro del tópico y no llegar a la singularidad, como ocurriría en “Danza”. Por el contrario, en otras ocasiones se les quiere dar tanta individualidad que llegan a parecerme más bien inviables (“La moral del esnob”), o a proponer una moraleja un tanto tópica o vacía, ya repetida demasiadas veces en la cuentística moderna (“El Club de los Millonarios Aburridos”). En otros el final es demasiado previsible, sobre todo si el lector está familiarizado con el subgénero al que pertenece cada pieza. Es lo que creo que pasa con “El hombre de mi vida” o “La manzana podrida”. Y no es que Mi hermano Salvador… no contenga algunos finales logrados, pero creo que la mayoría de ellos son obvios y aguan un poco las expectativas que se ha podido ir creando la intriga a lo largo de la narración.  La conclusión del cuento que da título al libro -el que más me ha gustado- es una de las agradables excepciones a esa regla.    
          En otras palabras, creo que la actitud ante este libro va a depender mucho de la familiaridad y conocimiento que cada lector tenga con el género  del cuento moderno. Para quienes no hayan leído muchos libros de este tipo, Mi hermano Salvador… puede resultar una colección original, atractiva y de fácil lectura. Pero para quienes sean aficionados al género y conocedores del cuento moderno, me temo que van a acabar su lectura con un tono de decepción, pues no creo que encuentren muchas aportaciones originales en él, a no ser esa facilidad para saltar de un ambiente a otro o de unos personajes a otros.
          De todas formas más negativo que lo anterior me ha parecido el panorama humano que presenta Posadas en este volumen. La mayoría de los cuentos están unidos por el motivo del amor o de las relaciones familiares, pero un amor o unas relaciones que no funcionan, protagonizadas por unos personajes esquizofrénicos, ególatras, frustrados o ensimismados.  Demasiados antihéroes y demasiados fracasos para mi gusto. Para Posadas parece que el mundo simplemente no tiene solución y  además es ya algo final, sin remedio y sin posibles salvadores (de ahí la amargura irónica del título del libro).  No sé si la autora ha querido hacer con ello un retrato de la vida social moderna; si es así lo ha conseguido en parte, pero también ha olvidado la posibilidad de la normalidad y, sobre todo, la capacidad redentora y elevadora del amor, algo que nos recordaba Manuel Rivas en su libro de cuentos reseñado en este blog. El cual es un buen antídoto si el lector decide leer el libro de Posadas.  La reseña del libro de Manuel Rivas aquí. (Carmen Posadas: Mi hermano Salvador y otras mentiras: Barcelona: Seix- Barral, 1990, 136 pp.).


lunes, 20 de junio de 2011

Riña de gatos (Eduardo Mendoza)

Este es el segundo libro que leo de Eduardo Mendoza, y si el primero (Sin noticias de Gurb) me pareció una obra menor pero meritoria por su originalidad y su sentido del humor,  Riña de gatos me resulta más bien una novela mediocre que solo a veces deja asomar las capacidades artísticas de su autor.
        Como digo en la presentación a este blog, uno de mis “prejuicios positivos” es la calidad estilística y formal que espero de los escritores, y más si tienen un nombre de talla y han ganado premios importantes, como es el caso de Mendoza. Al fin y al cabo, el dominio del lenguaje –su material de trabajo–  es uno de los factores que ratifican su grandeza, lo que también les asegura la pervivencia más allá de las modas y lo que les separa de quienes probablemente  acabarán olvidados con el paso del tiempo. Quien conozca la historia de la literatura española podrá citar un buen número de casos al respecto.  Por ello, por ejemplo, cuando me encuentro con un párrafo tan cacofónico y desaliñado como el que da inicio al decimocuarto capítulo, los libros se me empiezan a caer de de las manos y, por contraste, me vienen a la cabeza el cuidado que ponía en sus páginas  escritores como Valle Inclán o Gabriel Miró. Cito en parte ese comienzo y subrayo las expresiones y repeticiones que han hecho chirriar mis sentidos de lector:

Al salir de la Dirección General de Seguridad, Anthony Whitelands se sorprendió al encontrarse en un lugar conocido (…) apenas si se enteraba. Sabía que se enfrentaba a un dilema moral, pero estaba tan aturdido que no atinaba siquiera a discernir cuál era. Mientras se abría paso entre la multitud se preguntaba por la razón de que le hubieran detenido de un modo tan caprichoso” (p. 131). 

        En otras palabras, Riña de gatos no muestra apenas momentos donde el autor se preocupe realmente de lograr un estilo esmerado y exigente, que tampoco identifico con preciosista o esotérico pero que tiene que ir más allá del mero prosaísmo o el amaneramiento de cualquier escritor aficionado.  Tampoco quiero dramatizar y afirmar que toda la narración tenga ese defecto. Como ejemplos positivos, algunos de los parlamentos políticos falangistas  o algunas de las digresiones  pictóricas del propio Whitelands  muestran un verdadero afán individualizador del lenguaje y un estilo propio para la ocasión.
         Pero quizá lo peor de todo es el hecho de que la novela no ha sabido encontrar su tono narrativo. Por un lado, en algunas entrevistas Mendoza presenta Riña de gatos como una novela seria, escrita para exorcizar algunos de los 'nuestros demonios' a través de un argumento inscrito en el Madrid inmediato a la Guerra Civil y mediante la inserción de unos personajes históricos en un argumento que quiere también entroncar con las raíces más hondas de lo español, encarnado esta vez en el Siglo de Oro, en Velázquez y en su incógnito cuadro. Y si estos personajes históricos (Primo de Rivera, Mola, Franco) me han parecido bastante bien logrados, los ficticios, por el contrario, nunca acaban de tomar cuerpo ni parecer seres de carne y hueso. En este sentido la novela da la impresión de ser un desfile de personas reales acompañando a un grupo de gigantes y cabezudos. Para culminar este desequilibrio, los nombres de los personajes novelescos son en su mayoría nombres de farsa y comedieta: Paquita, Toñina, Lilí, Gumersindo Marranón y Coscolluela, Pedro Teacher, Higinio Zamora Zamorano, etc. En algunas reseñas positivas se ha querido justificar este desfase vinculándolo con la literatura de folletín o con el género de la farsa, pero a mí me parece que el conjunto no funciona, y que al final la novela se queda a medio camino tanto de ser una novela seria como de ser una verdadera y lograda sátira.  
             Además, ¡qué decir del pobre Withelands! Ciertamente en algunos momentos parece llegar a ser  un personaje singular, sobre todo en esa sucesión de extrañas y rocambolescas situaciones en las que se ve involuntariamente envuelto, yendo de un sitio a otro sin saber muy bien porqué. Pero eso, que Mendoza podría haber aprovechado muy bien para indagar en las zozobras interiores de su personaje, en su desorientación vital o para hacer una crítica más profunda de la idiosincrasia española, se queda al final en la caracterización de un protagonista de una comedia barata, traído y llevado a merced y capricho del narrador, y en función de las necesidades de la anécdota, pero nunca con la intención de crear una individualidad con peso y volumen propios.
          Creo también que el ritmo de la novela es excesivamente lento y aburrido al comienzo, y que solo ya bien avanzada la historia el sentido de intriga empieza a tomar cuerpo para al final llegar a un desenlace acelerado y resuelto de forma precipitada y sin sorpresas reales, aunque, de nuevo, con alguno que otro acierto aislado. Realmente el argumento se caracteriza más por la desorientación que por la sana incertidumbre, y la mayor parte del libro el lector sigue los pasos de Anthony sin saber dónde van a llegar ni tampoco quién es el verdadero protagonista de la historia. A este respecto creo que ese cuadro de Velázquez, que permanece inmóvil durante toda la novela, podría haberse constituido en un interesante nervio argumental  tras haber sido convertido en sujeto de unos vaivenes o cambios de dueños, robos, desapariciones, etc., al modo de una novela policiaca.
        Algo similar se puede decir de bastantes situaciones y escenas particulares que llegan a lo   inverosímil y lo esperpéntico (en el sentido negativo del término).  Así, esos momentos donde Anthony o la Toñina escuchan escondidos tras las cortinas o dentro de los armarios,  esas idas y venidas por puertas traseras y pasillos extraños, la escena erótica afortunadamente elidida entre Anthony y  Lilí (una “niña”, pág. 144), la clandestina visita de la duquesa a Niceto Alcalá Zamora … En esta línea el clímax del delirio me lo han parecido la conversación entre José Antonio y Withelands, donde el primero es presentado como un posible agente de la Rusia soviética (¿¿??),  la decisión de Paquita, esa figura a medio camino entre la mujer fatal y chulapa de verbena  que, arrepentida de sus descaminos, decide retirarse a un convento, o también la actitud final de Lilí, la adolescente y precoz ninfómana que se nos queda llorando la marcha del inglés…   
            Si hubiera que salvar algo me quedaría con el ambiente y color madrileño que a veces consigue recrear Mendoza, un poco el político, y especialmente el falangista –que parece ser el más cuidado por el autor– y otro poco el de ese Madrid castizo que me ha recordado casi más a Arniches que al Madrid prebélico de los años 30. También hay algún momento de lucidez con las digresiones pictóricas, con las que creo que Mendoza podría haber llegado mucho más lejos y podrían haberse convertido en otro camino de salvación para el libro.
        En resumen, creo que se trata de un trabajo con escasos aciertos, escrito deprisa, con un tono desigual y perdido y con una serie de personajes y situaciones que no llegan a consolidarse en una acción consistente ni en un mensaje claro y persuasivo.
        En fin, otro planeta en este blog y otra decepción. Por coincidencias del destino, dos de los próximos libros que tengo previsto reseñar aquí han sido escritos por Carmen Posadas y Rosa Regàs, que fueron parte del jurado que otorgó el premio a Mendoza. Veremos qué pasa. (Eduardo Mendoza: Riña de gatos. Madrid 1936. Barcelona: Planeta, 2010, 427 pp.).


jueves, 16 de junio de 2011

Segundas pruebas de mi libro, y un poco de estrés en la fotocopiadora

Me acaban de llegar las segundas pruebas de mi libro Cuentos fantásticos del Romanticismo hispanoamericano, del que ya hablé en una entrada anterior. Esta fase de revisión del manuscrito suele ser más llevadera que la primera, aunque nunca hay que descuidarse, por aquello de que los traviesos duendes de la imprenta son invencibles. Entre otras precauciones, conviene hacer fotocopias de todas las hojas del manuscrito, para que no nos pase como a algunos colegas, a quienes los también invencibles duendes del servicio de correos les han jugado ya varias trastadas, perdiéndoles un manuscrito corregido del que no habían hecho copias, o abriendo el paquete antes de llegar a su destino y haciendo que los destinatarios solo reciban una parte del envío.  Comparado con eso, el estrés y las peleas con  la fotocopiadora son peccata minuta, aunque no para todos, como lo muestra este vídeo:


En cuanto al libro, está previsto que salga después del verano, si los también invencibles duendes del calendario no hacen de las suyas.  Ya daré cuenta de ello, y enviaré dedicatorias virtuales a todos los que lo compréis. (La entrada anterior sobre este libro, aquí).

viernes, 10 de junio de 2011

Las mentiras sevillanas y burgalesas de Dan Brown

Según me decía un amigo editor, con las entradas de los blogs pasa un poco lo que con los libros:  una vez que se publican no hay forma de controlarlos, se te escapan de las manos y pasan a ser completamente de dominio público. De la misma manera, algunas de las entradas que uno espera que tengan bastantes visitas o/y comentarios, no llegan ni mucho menos a cumplir lo que se espera de ellas, mientras otras  empiezan a recibir visitas como si se tratasen de un/una 'celebrity' o un puesto de helados al lado de una piscina.  Esto último es lo que me ha ocurrido con varias de ellas, como la que dediqué a las mistificaciones de El Código Da Vinci y también con la reseña de Flores de plomo, de J.E. Zúñiga. Por ello recupero aquí la primera, que toca mi corazoncito de burgalés un poco más que la segunda:
          
De por sí y como explico en la presentación al blog, los best-sellers no son mi tipo de libro. Como les pasó a los sevillanos cuando se cabrearon por la ignorancia o mala leche con que Dan Brown retrataba Sevilla en La fortaleza digital, como burgalés me sentí ofendido por la falta de conocimiento de la iconografía artística del autor de El código Da Vinci. Resulta que en el museo de la catedral de Burgos tenemos una pintura de la Magdalena que incluso algunos atribuyen a Leonardo Da Vinci, aunque lo más seguro es que se trate de una obra salida de su taller, muy probablemente de los pinceles de su discípulo Giovan Pietro Rizzoli de Gianpetrino. Aquí la foto:
Obviamente, esta Magdalena no tiene nada que ver con la figura de 'María Magdalena' de La última cena de Da Vinci. Cualquiera medianamente experto en arte europeo sabe que la 'María Magdalena' del cuadro de Leonardo es realmente el apóstol san Juan, a quien se solía representar joven e incluso un poco afeminado, pues esta era la forma de resaltar su juventud frente a los demás discípulos de Jesús. Por el contrario la representación de María Magdalena obedecía, como en el caso de la burgalesa, al modelo de los penitentes, normalmente con cuerpo semidesnudo y pelo largo o alborotado. Abajo recojo un cuadro  de la época de Leonardo Da Vinci, titulado 'San Juan en Patmos' y obra de Hans Baldung (1511), que confirma lo que digo. Se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York:
En fin, las presunciones históricas de Dan Brown, para llorar. Cualquier parisino –como una de mis colegas me confirmó al respecto de la representación de Ciudad de las Luces en El código Da Vinci– nos diría lo mismo.
         El enlace a la reseña de Flores de plomo aquí.
         En otro orden de cosas, sigo con la lectura de Riña de gatos, que por ahora no me acaba de convencer. Ya veremos.
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