Hay que decir también que no es una novela
para el público más amplio, pues tiene una amplia carga de intertextualidad, de
referencias librescas y de mezcla entre realidad y ficción que seguramente va a
pasar desapercibido al lector menos especializado. Y esto es una pena, porque
esos juegos y alusiones me parecen verdaderamente logrados y a menudo son
realmente divertidos, como ese matrimonio entre la narradora y Pedro Páramo, o
ese hallazgo de Otra vuelta de tuerca
al lado del manicomio. Lo mismo hay que
decir de las evocaciones de esa voz narrativa, pues no se presentan en un orden
cronológico lineal, aunque tampoco en un caótico fluir de la conciencia. Esas
evocaciones formarían más bien una especie de caos ordenado y organizado en
torno a varios motivos o episodios de la
vida de la narradora, como puede ser su infancia, las relaciones con su padre,
sus dos matrimonios, sus vaivenes hacia el mundo de los libros y las
bibliotecas, etc. etc. Es probable que
esto tampoco atraiga al lector más convencional, que puede sentir la acción de
la novela como algo excesivamente lento. Sin embargo, esto puede quedar
compensado si ese lector sabe descubrir y disfrutar los continuos guiños y la
continúa ironía que la autora reparte en todos los capítulos, además del
sorpresivo e inesperado giro final.
En cuanto al lenguaje, no es una novela
sofisticada ni difícil de leer; es más, se agradece enormemente esa
preocupación de la autora por encontrar frases nuevas y expresiones originales,
que no caen en la pedantería y muestran
que la novela en castellano puede seguir
encontrando estilos renovadores que eviten el lenguaje prefabricado de
muchos bestsellers y también la repetición automática de esos autores de un
único registro. Algunas frases y sentencias también me parece que deberían
enmarcarse: “Después de la muerte, la literatura es el mejor tema de
conversación” (p. 205), “Un escritor
debe tener la máxima ambición. Por eso admiro a los escritores silenciosos” (p.
209).
La ironía que se extiende por toda la
novela puede quizá llegar a cansar un poco, como pasa con Chesterton y su
afición a las paradojas, pero en general se disfruta y puede llegar a producir
en el lector una envidiable y continua carcajada silenciosa, como la de los
mejores humoristas. Lo mejor de todo ello es seguramente, que no se trata de
una ironía amarga o cruel en la mayor parte de la novela, donde el mundo que
presenta la narradora –que al final puede ser el mundo de una loca o
esquizofrénica semejante al licenciado Vidriera de Cervantes– no es en general un mundo pesimista o
desesperanzado. Es más bien un mundo que combina realidad y ficción y donde los
personajes viven tanto de fracasos como de ilusiones. A mi juicio, es una
lástima que el breve e inesperado final acabe llevando el argumento la
dirección opuesta, y la locura y la muerte que habían vertebrado gran parte de
la narración acaben cerrando esta en unos tonos más trágicos que todos los
capítulos anteriores.
Las páginas de La intimidad no dejan de recordar a una isla con tesoros escondidos, como la de R.L. Stevenson. |
En cualquier caso, se trata de una
novela digna y recomendable. No la disfrutarán los lectores menos
familiarizados con la metaliteratura y las narraciones no lineales y los
argumentos sencillos, pero para el resto no deja de ser una novela de
referencia. Y para muchos escritores también. (Nuria Amat: La intimidad. Madrid: Alfaguara, 1997, 285 pp.)