La muerte y las cerezas no es una novela floja, pero tampoco es de las que voy a incluir en mi lista de recomendaciones. Sobresale en ella sobre todo un lenguaje cuidado, que consigue huir del tópico y de la frase hecha en todo momento y que envuelve toda la narración en un tono evocativo y lírico en el que recuerdos, emociones y sugerencias se convierten en algo así como en la argamasa que da unidad estructural a la novela. Por ello la historia no se divide en capítulos sino en escenas sucesivas, incluso aquéllas que se refieren a momentos separados por un extenso lapso de tiempo. También se narra de forma lineal, sin más retrocesos temporales que los necesarios, siempre claros y justificados y con una serie de leitmotivs (las cerezas, los trasteros, etc.) que van encadenando todos esos momentos de forma unitaria.
Mis reparos vienen del argumento en sí. Me ha parecido depresivo y oscuro mucho más allá de los límites de la verosimilitud. Ese pereginar de Antonino de amor desgraciado en amor desgraciado, con suicidio final incluido; esa serie de mujeres (Dea, Manuelina, Rosa...) que por una razón o por otra lo engañan, lo tratan como al pelele del cuadro de Goya, o lo dejan de lado por la fuerza de las circunstancias, llevan a creer que el amor es una empresa imposible y destinada al fracaso. Por fortuna, la vida real sigue ofreciendo felices ejemplos de lo contrario. Lo mismo pasa con la mayoría de los personajes secundarios: Polo, Claudia, Maxín, Federico, Mela..., todos son personajes con vidas truncadas o dobles, que tampoco pueden o saben vivir en el amor... Obviamente, su interacción con Antonino no puede llevar más que al final ya mencionado. Junto a algunos momentos demasiado tópicos, como el asesinato y el posible asesino de Dea, sobran también algunos pasajes eróticos, aunque afortunadmente la autora tiende a presentarlos más por el lado sensual o lírico que por el fisiológico.
Pero en este sentido, lo peor es seguramente que esa densa oscuridad es el único tono de la novela, lo que hace que se pierda el sentido de intriga de la acción y que el lector pueda adivinar de antemano y casi con detalles los desenlaces de esos episodios. Aunque existen algunos momentos climáticos bien logrados, como la reacción de Federico ante el moribundo Antonino, la mayor parte de las escenas y episodios amorosos se parecen demasiado entre sí y por ello también la lectura acaba resultando fatigosa, pues uno tiene la sensación de no avanzar o de estar leyendo simplemente variaciones de un mismo modelo.
Al final, una novela interesante en sus aspectos técnicos y lingüísticos pero más bien limitada y previsible en su mundo argumental. Y en este caso no creo que lo primero compense lo segundo. (Elena Santiago: La muerte y las cerezas: Palencia: Menoscuarto, 2009, 253 pp.).