martes, 30 de junio de 2015

Bernardo Atxaga: 'El hijo del acordeonista'

No voy a decir que no tenía ganas de leer este libro. Por un lado la famosa reseña deIgnacio Echevarría, la que le costó el trabajo en El País-Alfaguara,  me pareció en principio dirigida más ad hominem, o mejor, contra hominem, que ad operam, o sea hacia el libro. Es decir, que quería comprobar por mí mismo hasta qué punto Echevarría tenía razón y hasta qué punto se había dejado llevar por sus pasiones menos elogiables. Por otro lado, mis dos lecturas anteriores de Atxaga (Obaba y Siete casas en Francia), acabaron en mi lista de recomendados, y, la verdad, esperaba que esta vez ocurriera lo mismo. 

   Pero no ha sido así. La novela me ha parecido estéticamente muy desigual y con una carga política o politizante que, a pesar de algunos esfuerzos compensatorios por parte de Atxaga y de haber recibido el Premio de la Crítica en 2003, no consigue dejar de parecerme un panfleto. Por eso, como decía en la entrada anterior, no me extraña que para la contrasolapa la editorial no haya incluido o no haya podido encontrar ningún crítico que en principio no coincida con las posiciones de Atxaga.  Y obviamente no me refiero aquí a lo que me parecen legítimos deseos de recuperar la historia, la cultura y el idioma de la propia región, nación o como quiera llamarse, sino de que hay algunos detalles que no van a resultar muy fáciles de tragar para lectores de otros lugares de la Península, como puede ser la renuncia de David a tocar con su acordeón el himno español, la quema de una bandera española o, sobre todo, esa presentación eufemista de ‘la organización’ (ETA). 

      Eufemismos que se concretan por ejemplo en la omisión de atentados que hayan causados víctimas humanas, la del sufrimiento de las víctimas del otro lado (como si en una guerra sólo sufriese uno de los bandos) y, lo que quizá más me ha molestado, la inexplicable ausencia de la posibilidad de una tercera vía, la del diálogo, la que habrían propuesto por ejemplo M. Gandhi o N. Mandela y que al final parece haber dado muchos mejores resultados que las de la organización.

     En lo propiamente literario, la verdad es que la novela me parece mucho más flojita que Obaba. Las anécdotas de las historias del grupo de amigos me han resultado de lo más anodinas y sositas de lo que he leído hasta ahora. Nada, pero nada que ver con la intensidad de cuentos que componían Obabakoak ni con el aire cosmpolita de Siete casas en Francia. Muchas historias de amor que no pasan de ser historietas, alguna que otra feliz invención que no llega a concretarse en momentos de verdadera tensión climática, una sarta de nombres de amigos y amigas que parece buscar crear una novela de protagonista colectivo, pero donde al final todo queda más o menos subsumido en el protagonismo de David, etc., etc.

    Y dos cosas más. Por un lado ese interés de Atxaga por recuperar el vasco como idioma vehicular al ponerlo al nivel del inglés o del francés. De nuevo, nada en contra. Pero, al mismo tiempo, uno no puede dejar de pensar que eso se da precisamente desde un complejo de inferioridad. La verdad es que puede no ser fácil conseguir salir de ese encasillamiento, pero también es verdad que me parecieron mucho  más conseguidas y elaboradas las estrategias que empleó en Obabakoak, con su teoría del plagio y las reescrituras.  Por momentos me ha recordado a Deseo de ser punk, de Belén Gopegui, con esa Martina que me parece que queda más en ridículo con la forma radiofónica de reivindicar su actitud antisistema que con la simple intención de denunciarlo.

    Y la segunda, que me parece más positiva por esa debilidad mía por algunos tipos de metaliteratura, el hecho de que al final estemos leyendo un diario o una biografía escrita a cuatro manos, las de David, el protagonista, y las de Joseba, su amigo escritor. Y también que una misma historia se cuente desde tres ángulos muy diferentes, para continuar con el muy posmoderno cuestionamiento de la verdad escrita. Por supuesto, el problema con esto es que la visión de los que no compartan la visión de Atxaga, Echevarría por ejemplo, tiene exactamente el mismo valor que el suyo. (Bernardo Atxaga: El hijo del acordeonista. Madrid: Alfaguara, 2003, 482 pp.)





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