martes, 23 de junio de 2015

Escritores y Dios: Bernardo Atxaga

Lo que Atxaga omite al hablar de Judas, es decir, el tapar
sus oídos a los remordimientos simbolizados
en esos incómodos chavales
En lo que llevo leído de El hijo del acordeonista, Atxaga parece dar una de cal y otra de arena a la Iglesia y al cristianismo. Me imagino que será por esa especial relación histórica entre la Iglesia Católica y Euskadi.  En las citas que elijo ahora,  selecciono una de cal y una de arena.

Hablando de la confesión: “Fue una oportunidad perdida. Si aquel día le hubiese contado la verdad a don Hipólito (…), si me hubiera confesado con aquel hombre, tal vez mi espíritu habría encontrado la manera de curarse. Don Hipólito –un hombre de Loyola– sería una persona práctica, a la vez que prudente, y en seguida habría encontrado el argumento capaz de calmar a un muchacho de quince años” (p. 100). No tengo nada que añadir, sólo que ahora que estamos en crisis puede compensar probar la charla gratis con un sacerdote antes de acabar pagando a un psicólogo o un psiquiatra. Obviamente no es lo mismo, pero también es cierto que he conocido gente que después de probar lo primero no han necesitado de lo segundo nunca más, entre otras cosas porque hay preguntas que los segundos sólo pueden responder de tejas para abajo.


La segunda, al final del libro, aludiendo a Jesucristo y a Judas: “Los traidores somos bestias inmundas. El que todo lo perdonaba no perdonó la traición de su discípulo. Y el discípulo se ahorcó”. (p. 469). Esta afirmación evangélica de Atxaga me recuerda a las igualmente superficiales de Terry Eagleton en Culture and the Death of God. La cuestión no es que Jesús no perdonase a Judas sino que Judas no le pidió perdón, como sí hizo Pedro, que sí recibió el perdón de quien todo lo perdona. Al respecto, una de las mejores escenas de la película de Gibson al respecto, es la de Judas siendo perseguido y atormentado por esos niños-remordimientos que le arrinconan hasta llevarle al simbólico cadáver putrefacto del burro. Todo lo contrario a las lágrimas de Pedro tras la mirada de su Rabí. 
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