Si el lector obvia la verosimilitud de la voz narrativa -es difícil imaginarse una prosa tan elaborada o tan literaria en boca de un personaje rural-, podemos asegurar que estamos ante una novela excelente. Al principio me sorprendió un poco la disposición tipográfica del texto, que consiste en una serie de párrafos más o menos independientes y con una sangría a la inversa, y llegué a pensar que estaba de nuevo ante otra novela puramente experimental. Pero no fue así. Esos párrafos y ese formato son la tipografía más apropiada para esta narración en la que sólo escuchamos la voz del último habitante de Ainielle, quien evoca ante los lectores sus días finales y, con ello, la muerte de su pueblo, en el Pirineo aragonés. No hay narración propiamente hablando, ni tampoco diálogos; sólo la voz de Andrés, solo ante nosotros.
Y lo que podía haberse convertido en un monólogo insoportable resulta al final una pausada y poética evocación de la desaparición de la vida en Ainielle. Además esa evocación no es inmovilidad ni monotonía, pues está llena de episodios y anécdotas que van llenando de ritmo y animación la soledad del hablador y recreando emotivamente lo que fueron los últimos tiempos de un lugar que el lector acaba sintiendo como un ser vivo. A todo ello ayuda además el tono fantástico o semifantástico que se concentra en el final de la novela, convirtiendo a Ainielle en un mundo que recuerda los cuentos de Horacio Quiroga y Juan Rulfo donde los vivos se confunden con los muertos, los muertos con los vivos y la frontera entre la vida y la muerte resulta algo más bien convencional pero sumamente atractivo para la imaginación del lector.
De la misma manera, el ritmo narrativo se mantiene ejemplarmente terso y uniforme, sin ninguna caída de tono, aunque a veces parece que sobra algún que otro adjetivo. Por tener más un formato evocativo que narrativo, creo que la novela no gustará mucho a los aficionados a la acción, pero también creo que dejará más que satisfechos a los lectores más exigentes y especialmente a aquellos aficionados a la novela lírica, la novela rural o la novela de ambientes. Al final, Ainielle es un personaje más que sentimos morir, como sentimos morir a Andrés, y, como él, consideramos intrusos a todos los que después visiten el pueblo y no sepan revivir su historia. (Julio Llamazares: La lluvia amarilla. Barcelona: Seix-Barral, 2005, 143 pp.).